Sueños en papel.

Una imaginativa reacción a la arquitectura monumental soviética fue lo que les llevó a crear increíbles ilustraciones, diseños de fantasía, poco realista, más cerca del puro diseño teórico  conceptual que de proyectos susceptibles para llevar a cabo.

Alexander Brodsky e Ilya Utkin, son ilustradores, arquitectos, visionarios… Los dos pertenecieron a un colectivo de artistas soviéticos en la época del Glasnost de finales de los años ochenta del siglo XX llamados  Paper Architects. Un colectivo el cuál diseñaron mucho y construyeron poco.

Brodsky y Utkin fueron pues “arquitectos de papel”, un término despectivo acuñado en la década de los treinta para denominar a aquellos arquitectos que se habían negado a someterse a las directrices artísticas del estalinismo, perseverando en la radicalidad de la vanguardia en el único espacio en que podían ya desarrollarla: sobre el papel. Los proyectos de esta nueva generación de arquitectos de papel recibieron títulos como Villa Claustrophobia, La Torre de Cristal, Casa de Muñecas, Mercado de la Inteligencia, o Tortuga Errante, y están repletos de resonancias en la historia de la arquitectura: el preciosismo y el poder de evocación nos retrotraen a las fantasías arqueológicas de Piranesi, la escala gigantesca recuerda a menudo el delirio sublime e imposible de aquel visionario cegado por las luces de su siglo que fue Boullée, y la presencia de elementos claramente urbanos e industriales traen a la mente la utopía tecnológica y lisérgica, y casi contemporánea, de Archigram.

 

La obra de Brodsky y Utkin entronca con la tradición de los arquitectos utópicos, representados canónicamente por Pierre Boulée. Lo mejor de su producción son algunos grabados abigarrados donde exploran todo un universo arquitectónico de fantasía, plenos de detalles técnicos que cohabitan con otros elementos procedentes de la esfera de lo imaginario, desplegando un maravilloso mundo imposible tan próximo a los delirios de los surrealistas como a la ciudad ideal de utópicos, románticos o  renacentistas.

El perfume de la emperatriz.

En un azucarillo se concentra la historia de una gran pareja. Josefina y Napoleón.
No por dulce, ni por la dosis de romanticismo que hubo en ella. Tampoco por la desdicha del comandante, escrita durante las guerras, cuando no recibía respuesta de Josefina de Beauharnais a sus cartas de amor; o por decidir separarse de la emperatriz al no darle un heredero.
Es porque su historia está impregnada de azúcar, de aguas de colonia y de las fórmulas de J.M. Farina.

En el siglo XVIII, la Facultad de Medicina de Colonia patentó por sus propiedades terapéuticas el Agua Mirabilis, la tan conocida Agua de Colonia, y Farina heredó la formula.

La emperatriz Josefina conocía los beneficios de de este agua. Y compartió con Bonaparte lo de sumergir en ella azucarillos, y tomarlos al amanecer para vivir más años y prevenir infecciones de la época.
Cuentan que la avidez mental de Napoleón, en parte, venía por esta solución de plantas destiladas que tonificaban su cuerpo y su mente.

De los azucarillos, la emperatriz pasó a otra genialidad. Encargar a su boticario un continente capaz de mantener a salvo el agua tónica que Bonaparte y ella tomaban de estimulante. Y surgió Le Rouleau. Una botella que se ajustaba a las botas del comandante en territorio de guerra, incluso a caballo, y de las que Farina les enviaba 60 al mes.

Tal vez la historia de esta pareja no fue la más larga, pero si lo fue la relación con su perfumista.

Pequeñas curiosidades para grandes curiosos.