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Y de repente… diciembre.

diciembre1
El último mes del año.
El mes por excelencia en el que echamos la vista atrás
y nos paramos a pensar en todo lo que ha sucedido… y en lo que no.
Porque diciembre es el mes de la nostalgia, de reencuentros con familia y amigos,
de hacer balance de lo vivido, de pararnos a pensar lo mucho que ha cambiado nuestra vida en un año… Y aquellas personas que digan que su vida ha cambiado poco, les digo que se paren un momento a pensar en cómo era su vida el diciembre pasado y este diciembre. Probablemente, encontrarán un montón de diferencias, más incluso de las que hubieran podido llegar a pensar.


diciembre2

Diciembre siempre tiene dos caras. Como el Ying y el Yang.
Pasado… y futuro. Pasado porque nos replanteamos todo lo vivido…
la gente que ha estado a nuestro lado… la que sigue estando, y la que ya no lo está.
Los momentos en los que creíamos que no podíamos más,
y los momentos en los que creíamos poder comernos el mundo.
Las fiestas hasta las tantas, pero también las noches de cena y conversación con amigas. Los enfados, pero también los abrazos de reconciliación. Los planes improvisados. Las miles de horas pasadas junto a las personas que forman tu vida. Eso, ni el gordo de la lotería es capaz de pagarlo.
Y también las personas que nos enseñaron algo, aquellas que pasaron por nuestra vida por alguna razón, aunque hoy en día ya no estén.
A ti, que aunque nunca fuimos nada, siempre hubo algo entre nosotros.
A ti, gracias por hacerme sentir que era capaz de volver a sentir.

Y también está la cara B, la cara de la esperanza, de las ilusiones y de las alegrías,
la cara del futuro.
El futuro, donde depositamos todos nuestros sueños, donde el 1 de enero comenzamos a escribir otro capítulo de nuestra vida que esperamos que sea maravilloso.
Donde todos los propósitos de año nuevo caben. El futuro que, esperamos, nos albergue momentos mágicos, nos depare gente y momentos nuevos, y también nos guarde a aquellas personas que tanto amamos.


diciembre3

Pero el futuro es incierto y puede cambiar en cualquier momento. Tal vez ese sea nuestro problema, que vivimos demasiado en el pasado y, a la vez, expectantes con el futuro. Tal vez debamos simplemente vivir el presente, disfrutar de todos los momentos y las oportunidades que la vida ofrece, y dejar que la vida nos sorprenda.

Así que mejor centrarnos en hoy, en este bonito y nostálgico mes, disfrutar de la compañía y de los pequeños momentos bajo las luces de Navidad.
Y en enero, comenzar a escribir otras 365 páginas que formen el mejor libro de nuestra vida.


diciembre4

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Sueños en papel.

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Una imaginativa reacción a la arquitectura monumental soviética fue lo que les llevó a crear increíbles ilustraciones, diseños de fantasía, poco realista, más cerca del puro diseño teórico  conceptual que de proyectos susceptibles para llevar a cabo.

Alexander Brodsky e Ilya Utkin, son ilustradores, arquitectos, visionarios… Los dos pertenecieron a un colectivo de artistas soviéticos en la época del Glasnost de finales de los años ochenta del siglo XX llamados  Paper Architects. Un colectivo el cuál diseñaron mucho y construyeron poco.

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Brodsky y Utkin fueron pues “arquitectos de papel”, un término despectivo acuñado en la década de los treinta para denominar a aquellos arquitectos que se habían negado a someterse a las directrices artísticas del estalinismo, perseverando en la radicalidad de la vanguardia en el único espacio en que podían ya desarrollarla: sobre el papel. Los proyectos de esta nueva generación de arquitectos de papel recibieron títulos como Villa Claustrophobia, La Torre de Cristal, Casa de Muñecas, Mercado de la Inteligencia, o Tortuga Errante, y están repletos de resonancias en la historia de la arquitectura: el preciosismo y el poder de evocación nos retrotraen a las fantasías arqueológicas de Piranesi, la escala gigantesca recuerda a menudo el delirio sublime e imposible de aquel visionario cegado por las luces de su siglo que fue Boullée, y la presencia de elementos claramente urbanos e industriales traen a la mente la utopía tecnológica y lisérgica, y casi contemporánea, de Archigram.

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La obra de Brodsky y Utkin entronca con la tradición de los arquitectos utópicos, representados canónicamente por Pierre Boulée. Lo mejor de su producción son algunos grabados abigarrados donde exploran todo un universo arquitectónico de fantasía, plenos de detalles técnicos que cohabitan con otros elementos procedentes de la esfera de lo imaginario, desplegando un maravilloso mundo imposible tan próximo a los delirios de los surrealistas como a la ciudad ideal de utópicos, románticos o  renacentistas.

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B&U 5

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Llaves que lo abren todo y no abren nada.

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Siempre he tenido un poco de obsesión con la llaves.
Sí, esas que llevas en el el llavero, las que no sabes de donde son
pero que nunca quieres deshacerte de ellas.

Algunas son pequeñas, otras grandes. Otras redondas, cuadradas y oxidadas.

Para mí una llave no sólo representa un objeto de metal que abre y cierra puertas.
No. Es mucho más.
Es algo que te acompaña, que te da vida o te la quita. Si las pierdes… estás perdido.

Pero sobre todo, las que más me gustan, son esas, las que duermen al fondo del llavero.
Las que no se usan (no me gusta la palabra inservible), las que pasan los días, las semanas,
los meses y los años, y sólo han sido rozadas ligeramente por sus otras compañeras
o en contadas ocasiones por tus manos.

Esas son las que realmente importan.

Me pregunto… ¿Que abrirán? ¿Por qué dejaron de ser útiles?
Y ya, lo que más me fascina, y hace que me suba un escalofrío por la nuca,
es encontrar una llave perdida en medio de la nada.
En una acera. En un viejo cajón. En el ascensor. En el supermercado.

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Ahí mi mente comienza a volar, se pierde por el horizonte y se regocija entre las nubes, imaginando todo lo que habrá vivido esa silueta de metal con dientes.
Las alegrías, las penas. Los golpes, las caricias en el bolsillo de pantalón….

Entonces empiezan las preguntas dentro de mi cabeza.
¿De quién serían?
¿Las tiró? ¿Las perdió?
¿Que cerradura abriría?
¿Una puerta? ¿Una casa? ¿Un diario? ¿Un cajón?

Luego también están las llaves metafóricas. Las románticas, poéticas y soñadoras.
La que abre y cierra corazones, y hacen que cada noche
le pidas a una estrella fugaz el favor de no perderla.

Sólo nosotros tenemos esa llave, esa llave que abre una sola habitación, nuestra habitación.
Y dentro de ella, están nuestros sueños. Y nada ni nadie podrán cambiarlos,
porque nada ni nadie tiene esa llave, sólo la tenemos nosotros.

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Y algunos pensaréis…¿De qué sirve una llave que no abre nada? ¿De donde viene esa obsesión?
No lo sé, quizá solo sea otra de las miles historias que me invento y que hacen que sea más yo.

Y me digo para mi misma (y para todo el que me quiera escuchar).
Nunca te rindas. A veces la última llave, esa pequeñita y olvidada en un cajón,
es la que abre la puerta…

(FIN)

 

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No lo entiendas, vívelo.

– Te amo  – dijo el principito…
– Yo también te quiero – dijo la rosa.
– No es lo mismo  – respondió él…

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Querer es tomar posesión de algo, de alguien. Es buscar en los demás eso que llena las espectativas personales de afecto, de compañía…
Querer es hacer nuestro lo que no nos pertenece, es adueñarnos o desear algo para completarnos, porque en algún punto nos reconocemos carentes.
Querer es esperar, es apegarse a las cosas y a las personas desde nuestras necesidades. Entonces, cuando no tenemos reciprocidad hay sufrimiento.
Cuando el “bien” querido no nos corresponde, nos sentimos frustrados y decepcionados.
Si quiero a alguien, tengo expectativas, espero algo. Si la otra persona no me da lo que espero, sufro. El problema es que hay una mayor probabilidad de que la otra persona tenga otras motivaciones, pues todos somos muy diferentes. Cada ser humano es un universo.

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Amar es desear lo mejor para el otro, aún cuando tenga motivaciones muy distintas.
Amar es permitir que seas feliz, aún cuando tu camino sea diferente al mío. Es un sentimiento desinteresado que nace en un donarse, es darse por completo desde el corazón.
Por esto, el amor nunca será causa de sufrimiento.
Cuando una persona dice que ha sufrido por amor, en realidad ha sufrido por querer, no por amar. Se sufre por apegos. Si realmente se ama, no puede sufrir, pues nada ha esperado del otro.
Cuando amamos nos entregamos sin pedir nada a cambio, por el simple y puro placer de dar.
Pero es cierto también que esta entrega, este darse, desinteresado, solo se dá en el conocimiento. Solo podemos amar lo que conocemos, porque amar implica tirarse al vacío, confiar la vida y el alma. Y el alma no se indemniza.
Y conocerse es justamente saber de ti, de tus alegrías, de tu paz, pero también de tus enfados, de tus luchas, de tus errores. Porque el amor trasciende el enfado, la lucha, el error y no es solo para momentos de alegría.
Amar es la confianza plena de que pase lo que pase vas a estar, no porque me debas nada, no con posesión egoista, sino estar, en silenciosa compañía.
Amar es saber que no te cambia el tiempo, ni las tempestades, ni mis inviernos.
Amar es darte un lugar en mi corazón para que te quedes como padre, madre, hermano, hijo, amigo y saber que en el tuyo hay un lugar para mí.
Dar amor no agota el amor, por el contrario, lo aumenta. La manera de devolver tanto amor,
es abrir el corazón y dejarse amar.

– Ya entendí-  dijo la rosa.
– No lo entiendas, vívelo – dijo el principito.

……………….

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Antropometría azul.

“Es sorprende imaginar que sea el creador de un color. Uno se pregunta
como es posible que reivindicara algo que ya existía.
Ahí reside la magia y su genio. Tuvo fe y la expresó de diferentes maneras.
Consiguió transcender, literalmente, el puro color para crear una filosofía, un estilo de vida.”

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He de reconocer, que el azul no es mi color. Nunca compraría nada de ese color,
ni pintaría mi casa ni mis uñas, pero tengo que admitir, que el bleu índigo de Klein, te atrapa.

Yves Klein era un auténtico visionario capaz de anticiparse a expresiones estéticas que triunfarían décadas después, como el Land Art, los happenings, el Body Art y las performances.
El artista no podía negar la huella que el dadaísmo y el surrealismo habían dejado
en su obra y en su vida.

Para él la pintura debía tener pleno protagonismo, más allá incluso que su propio creador.
El color era, lo que realmente le importaba.
El azul resultó el tono perfecto para expresar lo que deseaba ya que, según él,
simbolizaba lo más etéreo de algo tan natural y visible como el cielo y el mar.

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Desde sus inicios, la trayectoria profesional y personal de Klein resultó tan surrealista y chocante como su obsesión por el color índigo. A pesar de ser hijo de pintores, su padre figurativo y su madre abstracta, su primera vocación no fue el arte… quería ser judoka. Por eso pasó más de un año en Tokio, perfeccionando la práctica del arte marcial y descubriendo la filosofía zen, quedando fascinado por esta y teniendo, en su obra posterior, una gran importancia mediante conceptos como la unión del cuerpo y la mente, la búsqueda de un estado de vacío y la armonía vital.
No es que practicara esa filosofía oriental, sino que todas la acciones que llevaba a cabo eran una auténtica prueba de espiritualidad. Esa fue su gran contribución a la creación artística.

Monocromías al principio de su carrera, relieves, esculturas de esponjas, monodorados…
Klein indagó con total libertad, dando rienda suelta a su curiosidad creadora.

Yves Klein murió con sólo 34 años, en pleno éxito profesional y personal. En siete años de carrera se convirtió en un auténtico icono dentro del mundo del arte. Para Klein, el color era el espíritu de cualquier obra de arte. Formas humanas, de la naturaleza. Pintura o escultura con un elemento común, el color azul. Y detrás, el talento provocador del creador.

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Lleva tiempo persiguiéndome el pigmento azul…. me lo tendré que hacer mirar.

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El Méliès español.

Hoy hablo de un hombre sin biografía.
De carácter apasionado, paciente, meticuloso y ordenado.
Lo cual me lleva a pensar que fue un perfeccionista.

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Su genialidad, aplicada al cine, no ofrece resquicios, pero todo lo demás se esfuma,
desaparece bajo la tormenta de hechizos y efectos de asombro que logró
en su medio millar de películas.

Segundo de Chomón nació en Teruel en 1871, era hijo de médico
y su familia residía en la casa cuartel de la Guardia Civil.
Aficionado a la fotografía, viaja a París, sacudido por el descubrimiento del cine
y por los lienzos luminosos de los impresionistas.

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Por aquel entonces, el nombre de Lumière recorría los boulevards y los cafés de la noche
como el último milagro de la ciencia, y una joven actriz, Julienne Matthieu,
intentaba hacer fortuna en la escena y en las sesiones de farándula del cabaret.
Se cruzaron una tarde y surgió el amor.
A Segundo la ciudad de la luz no le ofrecía facilidades. Intentó sobrevivir haciendo de todo: tomaba fotos, seguía con entusiasmo los avances del cinematógrafo o perseguía por los rincones y las galerías los magníficos retratos del venerable Nadar o los crepúsculos de Eugene Atget.
Las cosas no fueron demasiado bien y, aprovechando una gira por provincias de su amante, con la que ya había tenido un hijo, decidió ausentarse.
Creyó que si ingresaba en el ejército español podría retornar con dinero, y en mayo de 1897, se inscribió como soldado voluntario y embarcó para Cuba, adscrito al batallón de telégrafos.
Su retorno a París fue para reconciliarse con Julienne, que se dedicaba entonces al coloreado de películas para Georges Mélies.
Poco a poco se fue introduciendo en aquella actividad morosa y pulcra, y entabló conocimiento no sólo con Mélies sino con Charles Pathé, otro de los más importantes productores del cine europeo.

Chomón le propuso a Mélies un nuevo procedimiento de coloreado mediante tramas y anilinas, pero no lo convenció.
El genio francés no tuvo jamás un gran sentido de la realidad y de la economía: era como un brujo suspenso en el tiempo y en el azar, un ilusionista impredecible, preocupado por animar una montaña de terracota, un asno de oro o un vendaval turbulento en una ciudad imaginaria.
Sin embargo, el turolense sí tenía la certidumbre de que aquello iba a funcionar y le sugirió a su mujer que se trasladasen a Barcelona para desarrollar esa iniciativa y la iluminación de películas. Abrieron un taller modesto y pronto alcanzaron el reconocimiento de la empresa Pathé.

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Segundo de Chomón no se conformaba sólo con trabajar para los demás e inició la realización de sus propias cintas. Había aprendido mucho de Mélies y había seguido de cerca las producciones del pionero catalán Fructuós Gelabert.
En Choque de trenes demostró su ingenio: mediante una sutil combinación de imágenes reales con el uso de maquetas, logró hacer verosímil algo que jamás sucedió en la realidad: una espantosa colisión de dos ferrocarriles.
Posteriormente tomó documentales, rodó filmes históricos y creó trucos para recreaciones de Gulliver y Pulgarcito, basadas en los cuentos de Calleja, e inventó en Eclipse de sol algo que sería decisivo: el paso de manivela, que le permitía filmar fotograma a fotograma.
Sus logros le sirvieron para que fuese llamado por los hermanos Pathé, que intentaban contrarrestar el vigor imaginista y los trucos sensacionales de Georges Meliés.

Chomón realizó un conjunto de películas interpretadas por su mujer e intervino como fotógrafo y como truquista en proyectos ajenos.
Demostró que poseía una imaginación desbordada y que era capaz de crear todo tipo de ilusiones, aunque su facilidad se desvelaba con un espíritu apacible y aparentemente gris.
Ayudó a consolidar el cine como espectáculo popular y se especializó en fantasmagorías y en dibujos animados.

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En París, junto a obras tan exuberantes de prodigios oníricos como Satán s’amusse o Red spectre, alumbró dos películas excepcionales: La gallina de los huevos de oro y El hotel eléctrico, una obra magistral de 1908 donde, acaso por vez primera, todo funcionaba automáticamente y donde su experiencia con los trucajes estaba llevada al límite. Su mujer Julienne tenía un pequeño papel, aunque allí todo estaba sometido a un insuperable mecanismo de relojería que parecía desenterrar los ángulos oscuros de la mente y de la conciencia.
La gallina de los huevos de oro y El hotel eléctrico fueron una ruina económica, pero despertaron la admiración de personajes como Jean Cocteau e incluso hubo quien las vio como una anticipación del surrealismo.
De esa época es La excursión incoherente, vinculada a la estética del grupo Los incoherentes que acaudillaba el cineasta y caricaturista Emile Cohl, donde Chomón ilustró un soberbio mosaico de sombras chinescas y siluetas.

Sin embargo, el género fantástico sufrió un letargo. Los espectadores ya se habían habituado a toda suerte de maravillas y apariciones inconcebibles en la pantalla: habían visto a un marino encerrado en una botella, un ejército innumerable de criaturas monstruosas y divinidades perdidas en un bosque de cedros. Y ahora deseaban ver reflejadas las pasiones humanas. Así fue como a Chomón se le rescindió el contrato en París en 1909 y se despidió de Francia con un palmarés increíble: más de 150 películas en poco más de cuatro años, en las que había corroborado su vocación de prestidigitador capaz de convertir la pantalla en un manantial de fabulaciones y quimeras, en un puro sortilegio.
No se amilanó, cogió sus bártulos y regresó a Barcelona para seguir al frente de la sucursal de la casa Pathé.
Se asoció con el empresario de variedades Joan Fuster y entrevió la necesidad de cambiar el cine en España. Apostó por una filmografía nacional y durante dos años interminables de esfuerzos, estudio y concentración adaptó zarzuelas, comedias y dramas históricos, sin olvidar jamás el cine fantástico.
A modo de inventario personal, inició la escritura, en francés y en castellano, de un libro en el que anotaba la sinopsis argumental y los cuadros de sus películas.
Una de las más logradas, en la que ensayó una espléndida luz cenital, fue La hija del guardacostas, basada en una leyenda catalana del siglo XVIII.

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No tardó en ser reclamado de Italia. Participando en varias cintas de distinta calidad, pero sobre todo en un fresco admirable y épico de 1914, una superproducción situada en la atmósfera del imperio romano: Cabiria.
El filme sorprendió por su plasticidad, por su sentido de la epopeya y por la dimensión colosal de su propuesta.
Chomón compendió en la factura técnica de Cabiria todo un manual del truquista y del operador del Séptimo Arte: usó como ya estaban haciendo otros técnicos el movimiento de la cámara, lo que se llamó travelling, empleó la luz artificial a gran escala con unos efectos sobrecogedores, desplegó sobreimpresiones de gran audacia, desarrolló una poética global del uso de las maquetas y consolidó trucos que había experimentado en otras ocasiones.
Segundo alcanzó la madurez expresiva de su frenesí creador.

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En 1929 fue a Marruecos para investigar sobre su próximo documental, nadie sabe lo que ocurrió en medio del desierto, entre las dunas, las ruinas circulares y los camellos de los tuaregs.
Chomón contrajo una enfermedad desconocida, que se complicó con una pulmonía y tuvo que ser ingresado en el hospital.
Falleció el 2 de mayo de 1929, pero el sufrimiento, dicen, no le había arrebatado de su sereno rostro aquella arrogancia de hidalgo que siempre tuvo ni de los ojos una mansedumbre que recordaba la lentitud de los bueyes.

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